6 abr 2015

Abramos los ojos. Algo pasó








Los primeros seguidores de Jesús. Hombres pegados al suelo, esforzados trabajadores que trataban de salir adelante. No eran pensadores ni filósofos, ni habían tenido una esmerada formación cultural, no tenían por ellos mismos grandes ideologías que querían llevar al triunfo. De su natural, no les brotaba la ambición de llegar a ser importantes, ni conocidos… Y de pronto, se volcaron en difundir unas ideas y un Maestro, como si el aire de la tierra dependiera de ello…
 
Los primeros seguidores de Jesús. Hombres confundidos y desilusionados. Habían perdido a su líder y sólo podían pensar en volver a casa. No tenían a su alcance el guía que les fuera enriqueciendo cada día, ni a quién preguntar sus dudas, ni de donde extraer mayor conocimiento. La muerte del maestro había echado por tierra la posibilidad de que él fuera el tan esperado Mesías, porque un Mesías muerto no puede salvar ya a nadie… Y repentinamente, se organizaron, proporcionaron ellos mismos las respuestas a los retos existentes y enriquecieron a las incipientes comunidades.

Los primeros seguidores de Jesús. Hombres asustados y temerosos de perder la vida. Habían salido corriendo ante el prendimiento de Jesús, habían negado al arrestado, se habían escondido en el cenáculo y los rumores sobre los últimos acontecimientos iban corriendo entre ellos entre susurros y temores….Y sin previo aviso salieron a la calle a promulgar la Palabra que habían experimentado,  hicieron frente a los sumos sacerdotes y a la furia judía y se diseminaron por los distintos territorios para extender el mensaje de Jesús, llegando en tantos casos hasta dar la vida por él…

Abramos los ojos. Algo había ocurrido.

 
Para los discípulos, la resurrección era tan real como la cruz. Se rindieron simplemente ante la realidad: después de tanto titubeo y asombro inicial, ya no podían oponerse a ella. Es realmente Él; vive y nos ha hablado, ha permitido que le toquemos, aun cuando ya no pertenece al mundo de lo que normalmente es tangible.

—La paradoja era indescriptible: Él era completamente diferente, no un cadáver reanimado, sino alguien que vivía desde Dios de un modo nuevo y para siempre; y, al mismo tiempo, sin pertenecer ya a nuestro mundo, estaba presente de manera real, en su plena identidad.